El otro día hice lentejas con chorizo.
Me costó encontrar las lentejas: primero busqué en el Inn, luego en
el Bonus y, por último, a punto de tirar la toalla, las encontré en
el FK (léase “efco”). Digo, a punto de tirar la toalla porque
esos son los tres supermercados que hay en Kláksvik. Eso sí,
lentejas de primera calidad, orgánicas para más detalles: 6 euros el kilo.
Normalmente me gusta seguir las recetas
de mi madre, pero en este caso utilicé una receta de lentejas que
encontré aquí y que me suele salir bastante bien,
sobre todo si utilizo el chorizo que mi abuela me mete en la maleta
cada vez que voy de visita a Madrid, y que da lugar a conversaciones
telefónicas como ésta:
- ¿Ya te has comido todo el jamón y
el chorizo que te dí?
- No, todavía me queda algo.
- Bah, entonces poco comes.
- Abuela, me diste dos kilos.
- ¿Y aún no se te ha acabado? Poco
comes.
El caso es que hice unas lentejas que
no me quedaron mal del todo me quedaron deliciosas, pero no fue fácil. Y no me refiero a
ese día en concreto, sino a todos los años transcurridos desde que
empecé a darme cuenta de que si quería comer decentemente tenía
que ponerme las pilas. Todo empezó cuando terminé el instituto e
hice las maletas para ir a Londres a pasar el verano trabajando en
una conocida cadena de comida rápida. Comí innumerables sandwiches
de tuna mayo y wraps procedentes de las cocinas de esta conocida
cadena, y cantidades ingentes de nuddles y huevos fritos procedentes
de mi imaginación culinaria de entonces. Luego volví a Madrid,
compré un cuaderno y fui a mi madre y le dije: avísame cuando vayas
a hacer la cena que quiero aprender a cocinar. No sé si aprendí
mucho o poco inglés ese verano, pero desde luego aprendí algo que,
por evidente, parece que no hace falta ni comentar: la comida no
llega sola a la mesa, ni a la nevera, ni se cocina sola. Esto, pese a
que pueda parecer evidente, es uno de los pequeños detalles que el sistema
patriarcal de enseñanza tiende a pasar por alto. Yo estudié, en el
colegio y en el instituto, cosas como lengua, matemáticas, biología,
historia, geografía, literatura, inglés. Y luego llegué a Londres
y fui capaz de chapurrear algo de inglés y de cocinar nuddles.
Gracias EGB, gracias ESO, os debo un plado de fideos chinos al curry.
Con esta anécdota lo que quiero sacar
a relucir es el tema del trabajo y los cuidados, qué se considera
trabajo, qué trabajos confieren estatus y cómo el trabajo doméstico
sigue relegado al ámbito de lo estrictamente privado, cuando la
realidad es que todas (las personas) necesitamos alimentarnos.
“Bueno, pues que te enseñe tu madre” o “búscate las recetas
en internet” podréis decirme. Sí, claro, eso también. Pero el
hecho de que no se enseñen en las escuelas nociones básicas de
nutrición ni de cocina tiene un significado para mí muy claro: la
cocina pertenece al hogar, mientras que las cosas realmente
importantes se aprenden en la escuela. En este sentido, es mucho más
importante saberse los autores de la generación del 27 que saber
cómo cortar una zanahoria o hacer un sofrito, dónde va a parar. Para
mí este hecho es patriarcado en estado puro, “lo doméstico es
privado” en su máxima expresión. Sin embargo, lo doméstico es,
tiene que ser, público y político. En el camino de la igualdad
entre mujeres y hombres tiene que salir a la luz la importancia del
trabajo doméstico, porque ninguna sociedad puede sostenerse sin él.
Hay que empezar a reconocer la importancia que tienen las labores
consideradas del hogar, y todas y todos tenemos que aprender a
realizarlas. De esta manera también aprendemos a valorar, desde nuestra más tierna infacia, lo que en
principio parece que se hace sólo, o que hace mi madre, o que hace
la asistenta, o que hacen las cocineras del comedor, o que viene ya
preparado por arte de magia en el camión del catering. No digo que
todo el mundo tenga que convertirse en chef de alta cocina; por
supuesto que también influyen los intereses y la sensibilidad de
cada cual: hay a quien le encanta cocinar y simplemente junta lo que hay en la nevera y te
hace un plato delicioso, y luego hay quien, como yo, tiene que hacer un esfuerzo y seguir
las recetas al pie de la letra para obtener un resultado razonable.
Para terminar, tengo que decir que esto
de enseñar cocina en las escuelas no se me ha ocurrido a mí, que
más quisiera yo. Se les ocurrió hace años a los gobiernos de los
países nórdicos. Como decía en “Asistenta”, incluso en el
civilizado norte les queda mucho por andar en el camino de la
igualdad, pero algo de ventaja sí que nos llevan. Y es que mis
compañeras de piso, una danesa y una islandesa, aprendieron a
cocinar en el colegio. Han sido ellas quienes me han enseñado cómo
usar adecuadamente un cuchillo cebollero, tanto para cortar más
rápido como para evitar cortarme los dedos, entre otras valiosas lecciones.
Por eso fue un gran honor para mí que
ellas, que estudiaron cocina en el colegio, repitieran de mis
lentejas.
Yeah.
Nota: para quien siga despistadx como
estaba yo hasta hace poco, aquí un vídeo tutorial sobre el uso del
cuchillo cebollero.