domingo, 25 de septiembre de 2011

Putas

Las danesas son unas putas” dijo una chica alemana. Estábamos en el ascensor y, desde luego, me habría encantado no tener que oír nada semejante. Un calor abrasador me incendió por dentro, lo sentí en el estómago, en los pulmones, noté cómo me subía por la garganta y se me salía por los ojos. Llamaradas ardientes. De una mirada la hubiera dejado convertida en cenizas humeantes sobre el suelo del ascensor. Inmediatamente me arrepentí de haber querido fulminar a la chica, probablemente no es su culpa no haber aprendido todavía que todas las mujeres somos unas putas: las danesas, las alemanas, las españolas, las taquilleras, las catedráticas y las primas de Luis. Me habría gustado decirle que todas las mujeres somos unas putas, o lo hemos sido o lo seremos, por nuestra forma de vestir o nuestra forma de maquillarnos, por nuestra forma de bailar o de follar o de pasear por la calle. Me habría gustado decirle a la chica alemana que puta no es sólo un insulto, es la justificación para la violencia contra las mujeres y decir que “las danesas son unas putas” es contribuir a que las mujeres seamos violentadas con miradas, con palabras y de maneras peores. Me habría gustado decirle todo eso pero el ascensor llegó al tercer piso y todo el mundo salió. Yo me quedé dentro contemplando las cenizas humeantes de mi desolación y mi cabreo.

jueves, 15 de septiembre de 2011

¡¿Hay un hombre en la sala?!

Resulta que en Copenhague es frecuente encontrar latas de conservas sin abrefácil, ya ves tú, en el país del Estado del Bienestar. Lo bueno es que así el otro día me hice con una anécdota bastante graciosa. Estábamos cuatro chicas preparando una pizza y justo cuando nos disponíamos a abrir la lata del tomate triturado llegó Richard, un chico australiano. Una de las chicas, la alemana, le recibió con mucho cariño: “Menos mal que llegas, necesitamos un hombre fuerte que abra esta lata” y para demostrarle su amor le hizo entrega de la lata y del abrelatas. El chico la miró consternado, luego miró la lata y luego el abrelatas. A continuación tomó aire, murmuró algo e intentó agujerear el metal con el filo del abrelatas… ¡pero sin hacer palanca, tan sólo cargando todo su peso sobre el mismo! Yo intenté explicarle cómo hacerlo, pero él estaba tan concentrado que no me hacía caso, así que la situación era bastante cómica: él forcejeando con el abrelatas, yo intentando hacerme escuchar, la lata intacta, las pizzas esperando, el horno caliente, las demás chicas cortando champiñones, rallando queso, bebiendo vino y completamente ajenas al sufrimiento de Richard. Al final conseguí explicarle el pequeño detalle de la palanca y le hice una demostración: la tapa cedió como si fuera mantequilla. Pero era a él a quien habían encomendado la misión y enseguida me arrebató el abrelatas y volvió a forcejear con él un buen rato hasta que consiguió hacer un corte en el metal, y luego otro, y otro, hasta que pudo entregarle la lata abierta a la encargada de poner el tomate en la pizza. No lo critico, sólo la práctica hace al maestro.
Pero al cabo de un rato hubo que abrir la otra lata. La alemana, abrelatas en mano, gritó: “¡¡Richard!! ¡¡Necesitamos otra vez de tu fuerza!!” y dirigiéndose a mí: “Menos mal que hay un hombre, que si no…”

lunes, 5 de septiembre de 2011

Siempre nos quedará Praga


Brillantes y relucientes
estarán pronto las vías
que acariciarán las ruedas
de nuestro amigo el Tranvía.

(Alfredo San José)


Abandono el Madrid del coche, el casero viejo verde, el trabajo de sonrisas y miradas por encima del hombro. El Madrid del parque, la cerveza y las revoluciones trasnochadas. Me voy a Praga, la ciudad umbral. Marcho para abrir otra puerta a un mundo pintado con historias de ocupaciones y gloria. Sí, la gloria de los puentes, las cúpulas y la música escondida.


¿Qué hace una antropóloga en la ciudad dorada? Observar, empaparse de las leyendas y los cuentos subterráneos mientras pasea por una impecable ciudad que, aún manoseada por zapatos de insaciables turistas, se yergue orgullosa.


Espero balancearme en la suavidad del checo, abrir bien los ojos y disfrutar de la novedad de este viejo país indestructible que, entre cervezas, consonantes y piernas largas espero descifrar.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Copenhague

Soy una desempleada camuflada bajo la piel de una estudiante de Antropología. Soy una mujer, o como tal actúo cada día (con más o menos éxito, con más o menos sufrimiento) y tengo veintitantos años. Aunque soy de Madrid siempre llevaré el acento y el cierzo maños grabados en el alma.
Ahora soy también una estudiante Erasmus y vivo en Copenhague, en el barrio de Nørrebro. Entre los destinos Erasmus de habla inglesa podía elegir Inglaterra, claro, los países del Este y los países nórdicos. En Inglaterra ya había estado varias veces, en las universidades de los países del Este no podía cursar el trabajo de campo, de las ciudades del norte de Europa Estocolmo me parecía demasiado fría (aunque mi afición a la novela negra sueca me empujara hacia allá) y… bueno, para ser sincera vine a Copenhague porque era la ciudad en la que me apetecía vivir y punto. Que si el inglés, que si el frío, que si el trabajo de campo; todo eso está muy bien, pero la realidad es que estoy enamorada de esta ciudad desde que la pisé por primera vez hace unos dos años. Y me moría por volver a verla.
Ya os iré contando.