sábado, 7 de abril de 2012

De emociones, invisibles y utopías: hacia una epistemología antropológica feminista


La alteridad, en la antropología moderna, consiste en el extrañamiento que debe sufrir el antropólogo con el fin de salir de su campo de inscripción cultural. Este principio, tiene mucho que ver con el de otredad, propuesto por las epistemologías feministas que abogan por la visibilización de lo invisible. Y es que la alteridad se produce no sólo a través del distanciamiento cultural, sino también a través de la posición o localización (el bagaje personal a todos los niveles).  La localización cultural, epistémica y psicosocial del antropólogo, determina su forma de problematizar y responder la realidad. Sin embargo, a diferencia de las teorías deterministas (que afirman la imposibilidad de ver lo que no habilita la estructura),sostenemos que la irrupción de algo “invisible, ajeno”, se puede percibir. Desde luego, no será a través de las herramientas metodológicas de las que consta una ciencia como estructura, si no a través de las emociones. El instante de la alteridad deviene de la sensación de extrañeza, de la repugnancia de observar lo tabú, de la conmoción al ver lo inimaginable, es decir, del dolor de la piel arrancada (utilizo esta brutal metáfora porque entendemos la cultura como la piel que nos recubre, quitárnosla, duele; además, es una metáfora potente cuya simple lectura produce extrañeza). Si además, añadimos el hecho de que las emociones se construyen socialmente (pensemos cómo, desde niñas, se nos enseña a temer a los extraños, a llorar por determinadas causas y no otras), debemos dejar de neutralizar su existencia y añadir su presencia, junto con la de los conceptos e ideas, en la búsqueda del conocimiento objetivo.
  
Así, la alteridad y extrañamiento percibidos, lejos de ser suprimido, debe ser aquello que tenga preferencia. El privilegio epistémico lo ponemos en la otredad con respecto al investigador.  Esta metodología permitirá construir conocimiento sobre las interacciones entre distintas posiciones y sus procesos de dominación y opresión así como de los significados; dado que no existe una verdad original, sino verdades justificadas, a través de la interacción con los otros, pondremos encima de la mesa otros significados sociales: aquellos que, desde mi localización, están en las escalas inferiores de la jerarquía simbólica, los marginados.
Si concluimos que todo es político y que existen verdades oprimidas y opresoras, la ética entra en juego. En primer lugar, la ética antropológica debe tener en cuenta sus efectos sobre cualquier grupo de personas o individuos aislados.  Desde mi escaso conocimiento filosófico, quiero encaminarme hacia una concepción del ser humano como la que hace Lévinas. Según el teórico, el ser humano sólo es tal en la medida en que es responsable de los demás; si no, no es un ser humano, si no un objeto. Y en este sentido, el feminismo aporta luces y metodología para una antropología aplicada. Si somos personas en conectividad, si las identidades cambian continuamente y se forman en relación a, debemos dar paso a la disolución entre sujeto conocedor y objeto de conocimiento, entre el yo y el otro, entre lo emic y lo etic, para tomar un camino dialógico e intersubjetivo desde posiciones políticas situadas. 

Todos estos problemas de responsabilidad en torno a la producción del conocimiento (efectos, expectativas participantes, quién se beneficia) y la aplicación de los métodos demandan una ética antropológica y, en el corazón de este debate, la búsqueda de una utopía. Se requiere una ética no dominante que ofrezca vías de intervención. Un primer paso, sería empezar a valorar la teoría antropológica por su aplicación, más que por su metodología.

Para concluir, quiero poner un ejemplo que ilustre la necesidad de tener en cuenta las emociones, así como el deber moral en nuestra práctica científica. Dado que mi experiencia en el campo es nula, tendrá que ser teórico:
                Estudiando la historia del Holocausto, di con el experimento Milgram, que revelaba cómo la mayoría de los seres humanos dañaría a otros si la autoridad adecuada lo ordenase. El estudio se ha repetido en el año 2009 y la obediencia a la autoridad aumentó. Mi primera reacción ante estos resultados fue de sospecha: seguro que el estudio estaba sesgado, a saber cómo habían hecho la selección de los participantes. Probablemente el estudio tenía una orientación ideológica con la intención de demostrar la naturaleza demoníaca del hombre. Aceptar esto, como ser humana, es duro. Sin embargo, la conmoción emocional y corporal hicieron que siguiera investigando: fue este dolor emocional el que motivó la sospecha. Así, pude entender que, si la obediencia a la autoridad había aumentado, también podía haber disminuido; es decir, si ha variado, no está en la naturaleza humana, es un factor social que se puede historizar.
Por otro lado, la memoria del Holocausto no puede ser algo inerte. Si pudo suceder, apoyado además por los intelectuales, nosotras, como personas estudiando personas y produciendo conocimiento que, además, tiene efectos sobre otras personas,  no podemos seguir minimizando el papel de la ética en la profesión antropológica. Vivimos en la época del “ya está todo hecho y dicho”; se han abandonado las pretensiones de un mundo mejor pues ya se intentó todo (comunismo, capitalismo). Y es esta decepción histórica la que nos ha producido a-filosofados, a-morales y a-utópicos dejándonos inconmovibles ante un mundo de desigualdad y opresión.  Como científicos y como personas, tenemos el deber de crear caminos prácticos de cambio: no es sólo cuestión de ideología sino también, como demuestra el pasado, de supervivencia.