Bilbi. Las 12 de la mañana.
Salimos de Otxarkoaga Pat, Aidatxo y yo hacia una batukada en pro de los
derechos de las inmigrantes. Con flores en la cabeza y sabores soñolientos nos
encontramos con un grupo de senegaleses coloreados que van caminando y tocando
tambores en un alegre despertar de un Sanfran todavía gris. Alegremente, nos
unimos al paso mientras, poco a poco, la gente va juntando sus ritmos
callejeros hasta recorrer la misma manzana más de tres veces. Florecemos en una
plaza de barrio; otras guitarras y palos se expresan con timidez y un grupo de
quinceañeros despliega sus pancartas brillantes de xirimiri, no sin ser retadas
por el viento. La música se empieza a transformar hasta confundirse con cantos
en los bares y zuritos que aclaran las gargantas de aquellos que alzan
irrintzis. La alegría diurna nos hace mezclarnos con las terrazas animadas por
batas y pijamas, corredores de cemento, bolsas en manos frías y párpados de color púrpura de
quienes no han pasado página en el calendario. Entonces, en una vuelta al
delirio y la concreción, arrancamos palabras que intentan aclarar porqués. En
un momento dado, me percato de quiénes nos rodean. Un hombre sentado a nuestra
derecha, regañando a su perro por haber defecado. Cuatro ojeras en la puerta que
fuman sostenidas por un vaso de pacharán. Inmediatamente sé lo que va a pasar. Pero
no pasa. No, no se acercan a preguntarnos la hora ni a sentarse a saludar.
Nadie nos pregunta qué hacemos por aquí con este tiempo. Nadie nos invita a
nada. Ni si quiera cuando entro al bar a por la siguiente. Nadie sonríe de más.
La ría está detrás. Ya no hace falta meterse en ella para nadar.