La
alteridad, en la antropología
moderna, consiste en el extrañamiento que debe sufrir el antropólogo con el fin de salir de su campo de
inscripción cultural. Este principio, tiene mucho que ver con el de otredad, propuesto por las
epistemologías feministas que abogan por la visibilización de lo invisible. Y es
que la alteridad se produce no sólo a través del distanciamiento cultural, sino
también a través de la posición o localización
(el bagaje personal a todos los niveles). La localización
cultural, epistémica y psicosocial del antropólogo, determina su forma de
problematizar y responder la realidad. Sin embargo, a diferencia de las teorías
deterministas (que afirman la imposibilidad de ver lo que no habilita la estructura),sostenemos que la irrupción de algo “invisible, ajeno”, se puede percibir. Desde
luego, no será a través de las herramientas metodológicas de las que consta una
ciencia como estructura, si no a través de las emociones. El instante de la alteridad deviene de la sensación de extrañeza, de la repugnancia de observar lo tabú, de la conmoción al ver lo inimaginable, es
decir, del dolor de la piel arrancada
(utilizo esta brutal metáfora porque entendemos la cultura como la piel que nos recubre, quitárnosla, duele; además, es una metáfora potente cuya simple lectura produce extrañeza). Si además, añadimos el hecho de que las
emociones se construyen socialmente (pensemos cómo, desde niñas, se nos enseña a temer a los extraños, a llorar por determinadas causas y no otras), debemos dejar de neutralizar su existencia y
añadir su presencia, junto con la de los conceptos e ideas, en la búsqueda del
conocimiento objetivo.
Así, la alteridad y extrañamiento
percibidos, lejos de ser suprimido, debe ser aquello que tenga preferencia. El privilegio epistémico lo ponemos en la otredad con respecto al
investigador. Esta metodología permitirá
construir conocimiento sobre las interacciones
entre distintas posiciones y sus procesos de dominación y opresión así como de
los significados; dado que no existe
una verdad original, sino verdades justificadas, a
través de la interacción con los otros,
pondremos encima de la mesa otros
significados sociales: aquellos que, desde mi localización, están en las
escalas inferiores de la jerarquía simbólica, los marginados.
Si concluimos que todo es político y
que existen verdades oprimidas y opresoras, la ética entra en juego. En primer lugar, la ética antropológica debe
tener en cuenta sus efectos sobre
cualquier grupo de personas o individuos aislados. Desde mi escaso conocimiento filosófico,
quiero encaminarme hacia una concepción del ser humano como la que hace
Lévinas. Según el teórico, el ser humano sólo es tal en la medida en que es responsable de los demás; si no, no es
un ser humano, si no un objeto. Y en este sentido, el feminismo aporta luces y
metodología para una antropología
aplicada. Si somos personas en conectividad, si las identidades cambian continuamente y se forman en relación a, debemos
dar paso a la disolución entre sujeto conocedor y objeto de conocimiento, entre
el yo y el otro, entre lo emic y lo etic,
para tomar un camino dialógico e intersubjetivo desde posiciones políticas
situadas.
Todos
estos problemas de responsabilidad en
torno a la producción del conocimiento (efectos, expectativas participantes,
quién se beneficia) y la aplicación de los métodos demandan una ética antropológica y, en el corazón de
este debate, la búsqueda de una utopía. Se requiere una ética no dominante que ofrezca vías de intervención. Un primer
paso, sería empezar a valorar la teoría antropológica
por su aplicación, más que por su metodología.
Para concluir, quiero poner un ejemplo
que ilustre la necesidad de tener en cuenta las emociones, así como el deber
moral en nuestra práctica científica. Dado que mi experiencia en el campo es
nula, tendrá que ser teórico:
Estudiando
la historia del Holocausto, di con el experimento Milgram, que
revelaba cómo la mayoría de los seres humanos dañaría a otros si la
autoridad adecuada lo ordenase. El estudio se ha repetido en el año 2009 y la
obediencia a la autoridad aumentó. Mi primera reacción ante estos resultados fue de sospecha: seguro que el estudio estaba sesgado, a
saber cómo habían hecho la selección de los participantes. Probablemente el
estudio tenía una orientación ideológica con la intención de demostrar la
naturaleza demoníaca del hombre. Aceptar esto, como ser humana, es duro.
Sin embargo, la conmoción emocional y corporal hicieron que siguiera
investigando: fue este dolor emocional el que motivó la sospecha. Así, pude
entender que, si la obediencia a la autoridad había aumentado, también podía
haber disminuido; es decir, si ha variado, no está en la naturaleza humana, es
un factor social que se puede historizar.
Por otro lado, la memoria del
Holocausto no puede ser algo inerte. Si pudo suceder, apoyado además por los
intelectuales, nosotras, como personas estudiando personas y produciendo
conocimiento que, además, tiene efectos sobre otras personas, no podemos seguir minimizando el papel de la
ética en la profesión antropológica. Vivimos en la
época del “ya está todo hecho y dicho”; se han abandonado las pretensiones de
un mundo mejor pues ya se intentó todo (comunismo, capitalismo). Y es esta decepción
histórica la que nos ha producido a-filosofados, a-morales y a-utópicos
dejándonos inconmovibles ante un mundo de desigualdad y opresión. Como científicos y como personas, tenemos el
deber de crear caminos prácticos de cambio: no es sólo cuestión de ideología
sino también, como demuestra el pasado, de supervivencia.